viernes, 4 de diciembre de 2009

REFLEXIONES SOBRE LA LECCIÓN AFGANA

Últimamente, han abundado a través de los medios de comunicación los análisis y las opiniones en torno al conflicto que se viene librando en Afganistán desde el año 2001. Son opiniones y análisis que oscilan entre el respaldo a la operación de la OTAN (con todas las salvedades que se quieran –en especial, en los medios afines al Gobierno central-, acerca de los retoques que sería necesario introducir para hacer viable esa operación), y la petición abierta de retirada de las tropas (expresada fundamentalmente desde los sectores de la Izquierda social y política).

Partiendo de la base de que coincido y suscribo plenamente los criterios y los argumentos sobre los que se apoya esa petición de retirada de tropas, deseo advertir que la charla de hoy no se centrará tanto en reforzar y reiterar esa línea argumental, como en centrarme en un aspecto que a menudo ha quedado relegado a un plano muy secundario en las disquisiciones que unos y otros desgranan, pero que yo considero un parámetro fundamental de cara a medir las probabilidades de éxito de cualquiera de los dos bandos que se enfrentan sobre el tablero afgano, y fundamental por lo tanto también de cara a validar los divergentes puntos de vista teóricos que han comenzado a perfilarse aquí, en la retaguardia, o, mejor dicho, en una de las retaguardias de este conflicto (la de la OTAN).

Este aspecto primordial y básico al que me referiré hoy es la propia guerra. Me explicaré:


Resulta cuanto menos paradójico, por no decir incomprensible, que mientras sobre Afganistán se abate la terrible realidad de un contencioso bélico, se hayan abordado pormenorizadamente todas las claves que atañen a la política, la geoestrategia, la economía o al drama humanitario, pero apenas se haya dicho una palabra ni escrito una sola línea con respecto al enfoque militar de algo que, al fin y al cabo, reviste connotaciones eminentemente militares (tal y como a estas alturas admite todo el mundo –la ONU, la OTAN, los Estados Unidos … -, con la única excepción del Gobierno del señor José Luis Rodríguez Zapatero, que continúa calificándolo de “misión de paz” y “de reconstrucción del país”).

He procurado ponerme en la piel de un votante del PSOE o de un simple ciudadano corriente, consumidor habitual de los “medios de desinformación de masas”, que, al escucharnos, pudiera pensar: “¡Vale! Tal vez tenéis razón, pero ¿qué otra salida cabe? Nuestros soldados luchan valientemente y nos protegen de la amenaza terrorista. Además, se trata de personal profesional, formado y adiestrado para cumplir con esa función.”

Llegados a este punto, de nada servirán las objeciones de tipo filosófico, ni ético, ni ideológico. Sólo un aumento o una acumulación de las bajas propias puede que contribuya a sensibilizar las conciencias y a fortalecer la corriente de opinión favorable a la retirada de las tropas. Pero ello (ese incremento de la cifra de muertos en combate que acarreará un descontento mayor en nuestras sociedades), sólo evidenciará hasta qué punto nuestros gobiernos y los estados mayores supeditados a ellos han errado en la estrategia militar que diseñaron y a la que, básicamente, siguen aferrados.

A mi parecer, éste constituiría un elemento de enjundia más que sumar al discurso de la Izquierda:

La aventura afgana está condenada irremisiblemente al fracaso por múltiples razones, pero la principal es que toda la planificación militar se asienta sobre premisas estratégicas y tácticas erróneas, lo que asegura la derrota de nuestros ejércitos, y la única manera de paliarla (¡ojo!, no de “evitar” la derrota, sino de “paliarla”), es exigiendo su retirada.

Y claro, os preguntaréis cómo puedo estar tan seguro y mostrarme tan tajante en mis afirmaciones acerca de la inevitable derrota que la OTAN sufrirá en Afganistán. Pues muy sencillo: gracias a la valiosísima lección magistral que nos legaron… “nuestros antiguos camaradas soviéticos”. Las grandes potencias occidentales, con los Estados Unidos a la cabeza, a pesar de disponer de información más que suficiente de lo que no se debe hacer en el teatro de operaciones afgano merced a la experiencia de la extinta Unión Soviética, están cumpliendo, punto por punto, con el guión de errores y de dislates estratégicos que condujo al Kremlin finalmente a un callejón sin salida y a verse obligado a dictaminar la retirada del contingente desplegado en Afganistán, para no arriesgarse a claudicar de manera aún más deshonrosa.

Pero en el catálogo de enseñanzas que la intervención soviética en Afganistán (y que se prolongó por espacio de nueve años largos), dejó para la posteridad, no todo fueron notas negativas. Con el tiempo, las Fuerzas Armadas soviéticas aprendieron a desenvolverse en las difíciles condiciones afganas, se adaptaron a ese contexto inédito para ellas y aplicaron técnicas de combate nuevas que, especialmente en el tramo final de su presencia allí, les permitió cosechar éxitos parciales pero muy significativos, por cuanto con ellos se atisbaba un margen para la esperanza de victoria en el caso de que hubieran insistido más por esas vías.

De modo que nos encontramos ante un paradigma histórico relativamente reciente que, como una especie de manual, nos marca el camino que desemboca en la perdición y que también ofrece esbozos para el triunfo de la OTAN. El empeño de nuestros gobernantes en reproducir fielmente la primera opción a la par que hacen caso omiso de la segunda, sólo nos deparará el desenlace que ya conocemos. Y puesto que no se apartarán jamás de esa senda (porque la otra implica asumir un coste de vidas humanas propias que bajo ningún concepto están dispuestos a asumir), entonces no queda más remedio que, aunque seas votante del PSOE o un simple ciudadano corriente que has aceptado las soflamas “patrióticas” de los telediarios, las radios y los periódicos, te manifiestes en contra de la guerra de Afganistán. Si los que ostentan el poder no quieren, en su ceguera e incompetencia, ganar esa guerra, nosotros tampoco queremos seguir sosteniéndola. ¿Para qué desperdiciar más tiempo demorándose así en una decisión que acabarán por tomar tarde o temprano? Será mucho mejor para todos si zanjan esto cuanto antes.

Así pues, la reflexión que me dispongo a vertir sobre Afganistán pivotará alrededor de esos dos ejes: el de los paralelismos, a mi modo de ver evidentes, que podemos trazar entre la operación de la OTAN actual y la intervención soviética de hace tres décadas, y el de la incapacidad, amén de la nula voluntad política de nuestros gobiernos para asumir las consecuencias que acarrea el hecho de desplegar tropas en esa zona del planeta, lo que sólo contribuirá a empeorar la situación de manera aún más dramática

Asimismo, pido disculpas por anticipado, ya que expondré mis argumentos ofreciendo unas pinceladas muy generales.

¿Quién les iba a decir a los Estados Unidos, allá en los años en que tanto se deleitaban con las dificultades por las que atravesaba la Unión Soviética en su aventura militar en Afganistán, cuando tanto se regodeaba la Administración de Ronald Reagan, en 1984, 1985 ó 1986 de las desdichas de los que ellos llamaban “el imperio del Mal” frente a la guerrilla islámica, que dos décadas después les tocaría a ellos pasar por ese trance? ¿Quién les iba a decir, cuando en el decenio de 1980, adiestraban a personajes como Bin Landen e invertían miles de millones de dólares en armamento que suministraban a los “freedom fighters” –“los guerreros de la libertad”-, a través de la frontera con Pakistán, para “combatir al comunismo”, que esos mismos “guerreros de la libertad”, al cabo de veinte años, se volverían contra ellos, ahora convertidos en “peligrosos terroristas”? Sin embargo, así, con estos renglones torcidos, se escribe la Historia.

Mucho se ha escrito, se ha hablado y hasta un poco se ha visualizado acerca del “drama afgano” (porque se trata de un drama en el fondo, tanto para nosotros como, principalmente, para ellos). Mucho se ha dicho desde la Izquierda acerca del carácter imperialista de la intervención militar, encuadrándola dentro de un enfoque menos bienintencionado y humanitario de lo que afirman los gobiernos de la OTAN (o, al menos, los de la Unión Europea, ya que desde los Estados Unidos, de un tiempo a esta parte, no se ha negado la etiqueta de “guerra” a lo que aquí se ha disfrazado como “misión de paz”). Desde una visión progresista y de Izquierdas, se han redactado numerosos artículos de prensa y elaborado no menos numerosas ponencias y discursos políticos señalando las barbaridades y atrocidades que nuestros ejércitos cometen en nombre de la “democracia”, cuando en realidad se persiguen objetivos de saqueo económico y también de índole geoestratégica. Asimismo, se ha hablado del amparo que desde Occidente se brinda a un gabinete corrupto, a la escasa limpieza de las últimas elecciones, a las componendas que se alcanzan con los “señores de la guerra” locales, o a la oscura maraña de intereses que se intuye detrás del tráfico de opio.

No obstante, poco ha trascendido, desde posiciones ideológicas de Izquierda, acerca de las deficiencias de las que adolece la estrategia militar. Escasos argumentos se han ofrecido para rebatir la idoneidad y adecuación de la intervención militar no sólo desde parámetros humanitarios, éticos y filosóficos, sino precisamente también militares. Es en este aspecto en el que quiero centrar mi intervención, porque curiosamente, y ante la opinión pública, constituye en realidad el eslabón más vulnerable de todo el entramado de mentiras y medias verdades que se empeñan en transmitirnos nuestros gobiernos. A los ciudadanos y ciudadanas que pueden mostrarse impermeables a nuestras consideraciones de tipo “izquierdista” porque, al fin y al cabo, han comprado y asumido como cierto el mensaje de nuestros gobiernos de que la lucha que se libra en Afganistán es una lucha que, a pesar de todos los desmanes y todos las meteduras de pata, es una lucha justa y necesaria, que, además, está avalada por la ONU, hemos de decirles que incluso, en ese supuesto, la retirada de las tropas de la OTAN de Afganistán es igualmente necesaria, ineludible e inevitable. Y lo es porque se están haciendo muy mal las cosas también en el terreno de las operaciones estrictamente militares, incurriendo por ende en los errores en los que ya incurrieron otros en el pasado.

Un célebre filósofo que muchos a buen seguro conoceréis afirmó en cierta ocasión, hace ya algún tiempo, que “la Historia suele repetirse, primero como tragedia y luego como farsa”, y que lo segundo “anuncia la clausura de un ciclo histórico”. En Afganistán, la Historia lleva camino de repetirse cuatro veces, y en cada una de esas ocasiones, el desenlace de los acontecimientos que allí han tenido lugar han sido el anuncio de la clausura de un ciclo histórico. Así ocurrió con Alejandro Magno, cuando Afganistán marcó el límite del avance de sus tropas, y, con ello, el principio del fin de su imperio; repitieron experiencia los británicos, que en Afganistán comenzaron a experimentar el declive de su política expansionista en Asia y Oriente Medio, hasta desembocar, al término de la Segunda Guerra Mundial, en la pérdida de sus dominios coloniales en esa zona; la retirada en 1989 del contingente soviético que la URSS había desplegado en Afganistán un par de lustros antes no sólo anticipó la inminente erosión y posterior desmoronamiento del bloque del “socialismo real” en Europa Central y Oriental, sino que también anticipó el colapso de la propia Unión Soviética… Ahora nos encontramos en que otra gran potencia, la estadounidense, arropada por sus aliados de la OTAN (entre ellos, España), se halla inmersa en una encrucijada similar a la de sus predecesoras. ¿Significará esto que estamos asistiendo al ocaso definitivo de un nuevo imperio?


Contemplando la situación con un poco de perspectiva, deberíamos formularnos siquiera la pregunta de que si la “lección afgana” ha sido una materia tan profusamente estudiada en el pasado, qué está ocurriendo en realidad para que nuestros gobiernos no hayan aprendido absolutamente nada de ese pasado, ni tan siquiera de ese pasado reciente, contemporáneo, representado por los soviéticos. Quiero recalcar eso de que la “lección afgana” ha sido una materia profusamente estudiada en el pasado, porque en el desdén mostrado por nuestros dirigentes a la hora de apostar por la vía de la intervención armada en Afganistán con respecto a los detalles, los datos y las circunstancias que la Historia nos ha enseñado, están incurriendo en los mismos errores que sus predecesores. Especialmente, esta acusación debemos hacérsela a aquellas personas que rigen el desarrollo de las operaciones militares en los Estados Unidos.

En aquel país, no hace falta trabajar en el Pentágono, ni para la CIA, ni tampoco ejercer de asesor del presidente en la Casa Blanca para disponer de información abundante, exhaustiva y tremendamente veraz de lo que ha acontecido en Afganistán como mínimo en el último siglo. Basta con pasarse por cualquiera de las muchas librerías de segunda mano que se hallan ubicadas hasta en la localidad más remota de la geografía estadounidense, para que uno se tope con una cantidad inmensa de material donde se describe con pelos y señales todo lo relativo a la realidad afgana, y especialmente, todos los fallos de estrategia política y también militar que se cometieron durante el período de la intervención de la Unión Soviética, que, curiosamente, son casi calcados, si no idénticos, a los fallos que se están cometiendo en la actualidad. A Barack Obama le bastaría con visitar una de esas librerías, adquirir algunos de los libros que allí se venden, para percatarse de hasta qué punto está errando en la estrategia a aplicar en Afganistán, y cómo los Estados Unidos están proponiendo “soluciones” y “alternativas” que ya los soviéticos propusieron en su momento, y lo están haciendo, además, cumpliendo los mismos plazos de tiempo que en el caso de los soviéticos.

De modo que, aun en el muy improbable supuesto de que mi posición fuera la de respaldar una intervención militar en Afganistán para acabar con el problema del terrorismo, democratizar el país y cercenar de raíz la amenaza del integrismo islámico, incluso en ese improbable supuesto, debería reclamar la retirada de las tropas, aunque sólo fuera por el hecho de que la intervención militar está siendo un completo desastre ya desde el punto de vista única y exclusivamente militar. No sólo eso, sino que también, debería reclamar la retirada de las tropas porque, a tenor de lo que la Historia nos enseñó con la Unión Soviética y que los Estados Unidos se empeñan en reproducir, es absolutamente evidente que esa retirada se va a materializar de todas formas, con efectos todavía más dañinos y perniciosos para los Estados Unidos y sus aliados de la OTAN, que no existe posibilidad de victoria, y que, desde ese punto de vista, únicamente estamos perdiendo tiempo, dinero y vidas. Así pues, incluso a aquellos que pudieran mostrarse partidarios de arreglar Afganistán “desde fuera” y “por la vía de las armas”, debemos transmitirles el mensaje de que la retirada de las tropas es absolutamente necesaria para no continuar participando en una operación que es pura, lisa, simple, sencilla y llanamente un desastre que debe escandalizar a todo aquel que esté mínimamente versado en cuestiones de táctica y estrategia militar.

Si esto no bastara para convencer a aquellos que se encuentran en una posición “dudosa” respecto a la presencia de las tropas de la OTAN en Afganistán, hay que decirles también que los planes militares de los estados mayores de los países inmersos en ese conflicto no sólo no tienen en cuenta los errores cometidos por los soviéticos, y que esos mismos errores son los que se están repitiendo ahora, punto por punto. Además, tampoco tienen en cuenta los progresos y avances tácticos que, hacia el final de su intervención en Afganistán, los soviéticos acertaron a introducir, y que también se exponen ampliamente en cualquiera de los libros que, sobre este tema, uno puede adquirir en cualquier librería de segunda mano en los Estados Unidos. No sólo eso, sino que recientemente, compitió en los Oscars de Hollywood, en la categoría de mejor película extranjera, un largometraje ruso, titulado “La Novena Compañía”, en el que se plasman muy fielmente no sólo las dificultades que se le presentan a un ejército de una gran potencia en Afganistán, sino que, por ende, se ofrecen claves de cómo los soviéticos mejoraron sus tácticas militares sobre la base de la experiencia previa, para derrotar a sus enemigos afganos.


En 1986, Mijail Gorbachov, que ha decidido ya la retirada del contingente destacado en Afganistán, envía allí a dos generales, Boris Gromov para las fuerzas de tierra y Alexander Lebed para las fuerzas paracaidistas y del aire, con la finalidad de que diseñen un plan encaminado a favorecer la retirada de ese contingente con el menor daño posible en vidas humanas propias y también el menor daño posible a la reputación de la Unión Soviética. Estos dos generales estudian la situación sobre el terreno y llegan a una conclusión tan simple como, al parecer, difícil de deducir tanto por quienes les habían antecedido en el cargo como, años después, por sus colegas de la OTAN, en particular los de los Estados Unidos: ocupar los puntos más elevados de la escarpada orografía afgana, instalando en dichos puntos pequeñas guarniciones permanentes, y multiplicando las acciones con helicópteros en detrimento de las operaciones con cazabombarderos a gran altitud (que carecen de la precisión necesaria), para así proteger los convoyes terrestres. La aplicación de esta nueva táctica resulta clave para explicar el éxito de la Operación “Magistral”, en diciembre de 1987, cuyo objetivo último fue el levantamiento del cerco de la ciudad de Jost, el repliegue de las tropas soviéticas estacionadas en Kabul a través del Paso de Salang, entre 1988 y principios de 1989, o la expulsión de la República de Tayikistán de las huestes talibán en la primavera de 1992.

De este modo, las tropas soviéticas y rusas demostraron que podían infligirse decisivas derrotas a las guerrillas afganas, pero, eso sí, a costa de estar dispuestos a sufrir un número de bajas muy por encima de la cuota que los gobiernos de la OTAN (o más bien las opiniones públicas sobre las que se sustentan esos gobiernos), están dispuestos a tolerar.

Desde la génesis misma del actual conflicto de la OTAN en Afganistán, puede rastrear uno los paralelismos que existen con respecto al precedente más inmediato: el de la Unión Soviética.


· Aunque se han barajado múltiples hipótesis, en la mayoría de los casos capciosas, tendenciosas y escasamente fundamentadas, acerca de las razones que impulsaron a los soviéticos a irrumpir en Afganistán (como, por ejemplo, la búsqueda de una salida a un mar de aguas cálidas), ciertamente la lucha contra el integrismo islámico constituyó un motivo de enorme peso. No debemos olvidar, por una parte, que en Kabul se había instaurado un Gobierno revolucionario aliado del Kremlin, que, poco tiempo después, el movimiento popular ultrarreligioso que lideraba Jomeini había derrocado al “shá” y su poder despótico en Irán y que, por último, la URSS englobaba en su seno a una pléyade de repúblicas de fuerte tradición musulmana. La hostilidad de amplias capas de la población afgana frente al “comunismo ateo” (especialmente en las áreas rurales, sometidas a la influencia del clérigo de turno), y los llamamientos a la “guerra santa” (que el ejemplo iraní azuzaba e imprimía mayores bríos), no sólo amenazaban con provocar la caída del proyecto socialista emprendido en Afganistán, sino también con extenderse a todos aquellos territorios del Asia Central soviético colindantes (como Tayikistán, Turkmenistán o Kirguizistán). Estudiando los documentos, hoy desclasificados, de las actas de las reuniones del Politburó del Partido Comunista de la Unión Soviética, se deduce que éste fue un factor crucial a la hora de decidir un envío masivo de tropas que permitiera contrarrestar el auge creciente del extremismo islámico. Los dirigentes soviéticos sospechaban además, justificadamente, que se trataba de un fenómeno alentado y respaldado también desde la Casa Blanca.

A raíz de los atentados del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York y Washington, los Estados Unidos asumieron como propio lo que durante la década de 1980 habían etiquetado lisa y llanamente como “propaganda comunista”. Los heroicos “luchadores de la libertad” (freedom fighters), o “guerrilleros de Alá” (muyahidines), se habían transformado en despiadados “terroristas”, peligrosos “criminales”, “bandidos” sin escrúpulos y “señores de la guerra vinculados a la mafia de la droga. Es decir, los Estados Unidos y la OTAN han desempolvado del baúl de los recuerdos todo el catálogo de epítetos que ya en su momento patentaron los soviéticos, con una salvedad nada desdeñable: en Occidente, nuestros políticos y analistas, presos de un ataque de amnesia selectiva, parecen haber olvidado el “pequeño detalle” de que tipos como Bin Laden fueron adiestrados y financiados por la CIA, o que el entramado de conexiones y canales de abastecimiento gracias a los cuales se nutren los talibanes (y que se ramifican hasta el núcleo mismo de los Servicios Secretos de Pakistán), se diseñó y se orquestó desde Washington.

· Los soviéticos intervinieron militarmente en Afganistán a finales del mes de diciembre de 1979, so pretexto de que pretendían respaldar el régimen socialista allí instaurado un par de años antes, y por petición expresa del propio Gobierno afgano. Sin embargo, la primera acción relevante de sus tropas consistió en lanzarse al asalto del mismísimo Palacio Presidencial. Los comandos soviéticos ejecutaron al presidente afgano (y a la sazón también secretario general del partido comunista de aquel país), y a toda su familia. En su lugar, colocaron a un “hombre de paja”, que había permanecido hasta entonces exiliado en Praga, llamado Babrak Karmal. Desde Moscú, le habían asignado el objetivo de emprender un acercamiento hacia los sectores menos extremistas de la oposición y ralentizar, en algunos casos, y de paralizar, en otros, los pasos iniciados por la senda de las reformas de tipo socialista. Así que, paradójicamente, los soviéticos liquidaron a los gobernantes que, según la versión oficial, les habían pedido que acudieran en su rescate, y aunque declaraban que su meta era el reforzamiento del socialismo, en realidad se dedicaron a promover una amortiguación de la políticas socialistas (como el reparto de tierras a los campesinos pobres o las medidas de laicidad que se habían impulsado recientemente, por poner sólo dos ejemplos muy ilustrativos).

La víspera de los atentados del 11-S, caía abatido en una emboscada urdida presuntamente por los talibanes Ahmed Shah Massoud. Massoud, apodado “el León del Panshir”, se había forjado una imagen de héroe legendario en Occidente durante la década de 1980 después de que él y la facción armada que encabezaba hubieran resistido con éxito la arrolladora embestida soviética en el Valle del Panshir, rechazando hasta seis ofensivas consecutivas a gran escala. Massoud, sin embargo, siempre había combatido por libre, negándose reiteradamente a aceptar cualquier tipo de instrumentalización de su particular “cruzada anticomunista” por parte de Pakistán, Irán o incluso de los Estados Unidos. De este modo, aunque la Prensa occidental le encumbró a los altares de la fama mediática (especialmente en Francia), en el fondo se convirtió en un personaje incómodo para todos los gobiernos con intereses en la zona. Hasta tal punto que, tras el colapso del régimen prosoviético afgano en 1992, no abandonó la lucha y continuó enfrentándose a los nuevos gobernantes del país, que, a fin de cuentas, habían entronizado a medias entre Teherán y Washington. Una beligerancia que se acrecentó aún más con el advenimiento de los talibanes al poder (ahora apadrinados por Pakistán). Su asesinato, el 10 de septiembre de 2001, quedó eclipsado bajo el manto de los sucesos tumultuosos que se desencadenaron al cabo de 24 horas, pero innegablemente facilitó mucho las cosas a los Estados Unidos cuando, transcurrido aproximadamente un, lanzaron la invasión, ya que lograron que la denominada “Alianza del Norte” (la coalición de clanes y grupos guerrilleros opuestos a los talibanes que Massoud había aglutinado en torno a su persona), se subordinara a los dictados y planes de la Casa Blanca y del Pentágono. Análogamente, favoreció la imposición de Hamid Karzai como nuevo presidente de Afganistán.

Así pues, los soviéticos primero y posteriormente los estadounidenses, allanaron el camino de sus respectivas intervenciones militares en Afganistán mediante la eliminación física de sendos líderes que se declaraban afines ideológicamente a los postulados que, tanto Moscú como Washington, afirmaban abanderar. Asimismo, ambas superpotencias colocaron en el poder a personajes “títere”, supeditados plenamente a los dictados de sus patrones. Por último, los dos coincidieron en rebajar sustancialmente el grado de aplicación de sus objetivos políticos e ideológicos, incurriendo en flagrante contradicción el discurso con el que justificaron la misión militar y la práctica de la estrategia global. Si, como ya he explicado, la URSS renunció en buena medida en Afganistán a plasmar en la realidad líneas y medidas de actuación tendentes a reforzar el carácter “socialista” del régimen al que brindaban su apoyo, los Estados Unidos tampoco se han quedado atrás, y todas sus bonitas palabras sobre “Democracia”, “Libertad” o restitución de la dignidad a las mujeres, se han reducido a eso, a simples palabras bonitas sepultadas bajo el peso de un mal entendido pragmatismo y de una voracidad imperialista cuya única finalidad consiste en el saqueo de los recursos naturales y el aprovechamiento de la ubicación geográfica de Afganistán para utilizarlo como trampolín desde el que ejercer presión sobre otros “enemigos” o “adversarios” emplazados en esa misma región (como Rusia, Irán o China).

· Desde el mismo momento en que se sumó con total entusiasmo a la empresa de la invasión de Afganistán, el Gobierno de España no ha cesado de repetir el compromiso de nuestras tropas en un supuesto proceso de “reconstrucción del país”, ciñéndose así a la coartada argumental con que la ONU bendijo las operaciones bélicas de los Estados Unidos, y en sintonía también con la campaña propagandística que la OTAN ha llevado a cabo a fin de anestesiar la capacidad de reacción hostil de la ciudadanía. Una estrategia idéntica a la que pusieron en marcha las autoridades soviéticas en su momento, y que con tanta saña y virulencia se criticó desde Occidente, calificándolo de “malévolo ardid” para engañar a la opinión pública.


Si uno se toma la molestia de revisar las hemerotecas de la época, encontrará muy pocas referencias e imágenes en los medios de comunicación soviéticos relativas a los combates que su ejército libraba en Afganistán. Por contra, dispondrá de hermosas fotografías de soldados repartiendo chocolatinas y caramelos a los niños, o de idílicas crónicas que nos narran la inauguración de una escuela en una remota aldea que se había levantado gracias al esfuerzo de esos mismos soldados. Los ataques que estos sufrían eran atribuidos a grupos de “bandidos” (del mismo modo que ahora se atribuyen a “células terroristas”), y se transmitía la impresión de que un sector mayoritario de la población afgana simpatizaba con la causa del “socialismo”… Y para acreditarlo, se convocaron regularmente, a nivel provincial y también nacional, comicios electorales y referéndums… ¿No suena todo esto demasiado familiar?

No obstante, la diferencia estriba en que, a pesar de todo, el grado de voluntad política de los dirigentes soviéticos a la hora de acometer la reconstrucción efectiva y real de Afganistán superó con creces a la de sus homólogos de la OTAN. Según datos oficiales aportados por organismos internacionales independientes y nada dudosos en cuanto a su adscripción ideológica, durante el período de presencia de las tropas soviéticas, el índice de analfabetismo en Afganistán se redujo del 85 al 55 por ciento, la cobertura sanitaria pública y gratuita se extendió a más del 45 por ciento de la población, y el nivel de incorporación de la mujer al ámbito laboral rozó el 40 por ciento. Al mismo tiempo, se aprobó una legislación progresista, con la eliminación de la exigencia de la dote como requisito para contraer matrimonio, la igualdad jurídica de hombres y mujeres, o la promulgación, por primera y única vez en la historia del país, de una Ley de Divorcio. No nos debe extrañar, por lo tanto, que cada 27 de abril se organicen en las calles de Kabul manifestaciones conmemorando el aniversario de la Revolución comunista, o que en una encuesta realizada en mayo de 2008, a la pregunta “¿Qué régimen político del pasado y del presente responde más a sus intereses?”, el 93,2 por ciento de los 10.000 ciudadanos entrevistados se decantara por el Gobierno comunista existente hasta 1992.


· A medida que la situación en Afganistán se ha deteriorado y, por consiguiente, las perspectivas de una victoria militar para el bando de la OTAN, a medio e incluso a largo plazo, se han reducido ostensiblemente, ha cobrado una vigencia y un protagonismo crecientes la idea de que los asuntos relacionados con la seguridad del país y la lucha contra la insurgencia y los talibanes recaigan cada vez más dentro de la esfera de responsabilidad del Gobierno y de las Fuerzas Armadas afganas, lo que relegaría a las huestes de la OTAN a desempeñar simplemente una labor de instrucción y asesoramiento, y esto, a su vez, minimizaría los riesgos de sufrir bajas al tiempo que, en teoría, agilizaría los plazos para proceder a una disminución del número de efectivos de una manera “honorable”, “digerible” y fácil de “vender” a través de los medios de comunicación a la opinión pública (ya que no se trataría de una retirada en sentido estricto, algo siempre mucho más deshonroso). Esta estrategia recibió, en tiempos de la intervención soviética, el nombre de “afganización”.

En el Kremlin llegaron a la conclusión de que no podían prolongar indefinidamente su presencia directa en Afganistán al cabo de ocho años (justo el período de tiempo transcurrido desde la entrada de los Estados Unidos y de la OTAN, y cuando los gobiernos occidentales han comenzado a sopesar dicha opción). De modo que los soviéticos diseñaron un plan que contemplaba la necesidad de que los propios afganos se encargasen de velar por la defensa y el sostenimiento del régimen comunista. Este plan abarcaba dos vertientes, la política y la militar, y guarda bastantes similitudes con el que se ha gestado en los cuarteles generales de la OTAN.

En lo que respecta al plano político, éste se fundamentaba sobre la base de un proyecto de “reconciliación nacional”. Esto significaba en la práctica que el Gobierno prosoviético de Kabul apostaba por tender la mano a los sectores más moderados de la oposición, por reformar la Constitución para recuperar “las tradiciones culturales y religiosas propias de la nación afgana” (es decir, retornaban los ritos islámicos de forma oficial en detrimento de los vanos esfuerzos emprendidos para promover la laicidad), y por convocar elecciones al Parlamento (con un 50 por ciento, eso sí, reservados para el Partido Comunista gobernante, aunque un avance, en todo caso, ya que el régimen cedía la mitad de la Cámara para que concurriesen a ella, si así se decidía en las urnas, candidatos de otras organizaciones y formaciones políticas).

Todo esto se asemeja bastante a lo ocurrido en Afganistán en los últimos meses; unos meses a lo largo de los cuales se han prodigado los gestos procedentes tanto del Ejecutivo de Karzai como de la Administración Obama, y con los que se pretende atraer hacia las posiciones gubernamentales a aquellos elementos de las milicias talibanes a los que la mismísima secretaria de Estado norteamericana, Hillary Clinton, adjudicó la etiqueta de “menos intransigentes y extremistas”. Paralelamente, en el Código Penal y en la legislación afgana se han insertado numerosos preceptos coránicos de carácter ultraortodoxo. Por último, las recientes elecciones presidenciales se han revelado como un frustrado intento de lavar la imagen del régimen prooccidental, que se rigió por unos parámetros equivalentes al de su predecesor prosoviético cuando trató de garantizarse (en su caso, mediante un descarado fraude masivo), la preservación de amplios espacios de poder.

En lo tocante al ámbito militar, el concepto de “afganización”, tal y como lo esbozaron los soviéticos, se sustentaba sobre dos premisas: el reforzamiento del Ejército afgano (atajando, por un lado, la sangría de deserciones que erosionaban su competencia, utilidad y su “espíritu de combate”, y por otro, aleccionando a los mandos en el técnicas de lucha moderna impartiéndoles cursos intensivos, o incluso enviándoles una temporada a alguna academia de oficiales en la URSS); y la creación de grupos paramilitares, mercenarios, que reclutaban jefes tribales y a los que se encomendaba el mantenimiento del orden y de la estabilidad dentro de una determinada provincia o una franja limitada de territorio. A cambio, el Gobierno de Kabul les otorgaba una serie de prebendas, que oscilaban desde el nombramiento de esos jefes tribales para ostentar cargos de relevancia en la estructura del Estado, hasta la apropiación de una parte sustancial de los impuestos que se recaudaban o el derecho de explotación de los recursos naturales en las áreas sujetas a su control (incluyendo las plantaciones de opio).

Esta modalidad del proceso de “afganización” está siendo fielmente copiada por los actuales ocupantes occidentales. En su momento, a los soviéticos les reportó excelentes réditos a corto plazo, puesto que les permitió “pacificar” amplias zonas del país con una celeridad y una eficacia impensables antes de la puesta en marcha de esta estrategia. Sin embargo, a medio plazo comenzaron a aflorar los primeros efectos negativos, y a largo plazo el experimento culminó en un desastre absoluto que significó la puntilla definitiva para el régimen que lo había patrocinado.

Esto se debió a que el proceso de “afganización” favoreció, en el fondo, la fragmentación del país en pequeños feudos o “reinos de taifas”, en los que unos caciques hacían y deshacían a su antojo, lo que supuso en esencia el origen de lo que hoy conocemos con el epíteto de “señores de la guerra”. Estos comandantes de escuadrones paramilitares se dedicaron, en un momento dado, a chantajear al Gobierno y a aumentar el grado y las cuotas de sus demandas. De hecho, buena parte del dinero que la URSS transfirió a sus “camaradas” de Kabul una vez consumada la retirada de sus tropas, entre 1990 y 1992 (y que ascendía a varios cientos de miles de millones de dólares anuales), las autoridades afganas lo destinaron a comprar la lealtad y a tratar de contentar a estos líderes tribales que, con el discurrir del tiempo, se tornaban cada vez más díscolos y ambiciosos. Finalmente, cuando el hundimiento de la Unión Soviética acarreó el cese de la generosa ayuda financiera que el Kremlin enviaba, esos mismos “señores de la guerra” que se habían encargado de mantener a raya a los enemigos del régimen comunista, le asestaron una puñalada traicionera y letal pasando a engrosar las filas de los insurrectos.

Si los Estados Unidos y, por ende, la OTAN se obstinan en reeditar la dinámica de una progresiva “afganización” del conflicto, a imagen y semejanza de sus predecesores soviéticos, tal dinámica, tarde o temprano, les ocasionará más perjuicios que beneficios, aparte del hecho de que avivará las llamas de la guerra civil y constituirá el caldo de cultivo para consolidar lacras como la corrupción, los crímenes sectarios y el auge de negocios sucios, como el tráfico de drogas.

· El último de los paralelismos que me propongo exponer aquí todavía no se ha producido, pero recientemente se han multiplicado las voces autorizadas de expertos y de analistas que afirman que se producirá en breve, y yo, modestamente, me sumo a ellas ya que se trata de un escenario que se ajusta a lo que anteriormente he venido planteando. Me refiero a las maniobras que tanto la Casa Blanca como el Pentágono y la CIA están auspiciando para desembarazarse del incómodo lastre que representa Hamid Karzai, el hombre (o, más bien, el magnate acaudalado), al que ellos situaron en la poltrona presidencial.

Como ya he explicado, cuando las tropas soviéticas irrumpieron en Afganistán, recaló con ellas alguien al que en Moscú habían designado para regir en su nombre los destinos del país y para reemplazar al anterior presidente, que había caído abatido bajo las balas de los comandos especiales del KGB. Ese alguien se llamaba Babrak Karmal. Sin embargo, hacia 1986, en pleno fragor de las políticas reformistas de Mijaíl Gorbachov en la Unión Soviética (de la “perestroika” y de la “glasnost”), Babrak Karmal se hallaba completamente desacreditado a ojos de sus patrones de Moscú, fundamentalmente porque no comulgaba con la idea de proceder hacia una línea de actuación más flexible y aperturista, ni tampoco con esa otra de idea de someter a su régimen al escrutinio de las urnas, aunque fuera de una manera parcial y muy controlada. Por lo tanto, en el Kremlin buscaron un relevo a su figura y lo encontraron, paradójicamente, en el director de los Servicios Secretos afganos, Mohamed Najibullah, quien, de forma paulatina, escaló posiciones y, a finales de 1987, se encontraba sólidamente instalado en la cúspide del poder.

Lo único que les impide ahora mismo a los Estados Unidos obrar de igual modo con Hamid Karzai a como los soviéticos obraron con Babrak Karmal (sobre todo después del ridículo mayúsculo de las elecciones), estriba en el hecho de que los norteamericanos no disponen aún de un candidato alternativo, de un Najibullah que se preste a desempeñar ese papel. De cualquier manera, muy pocos estudiosos, analistas y eruditos de la temática afgana albergan dudas de que, efectivamente, en cuanto la Administración Obama encuentre a ese candidato con el perfil idóneo para la nueva etapa que se otea en el horizonte (probable aumento, más o menos encubierto, de efectivos compatible con la puesta en marcha de un proceso de “afganización”, así como de un acercamiento a aquellos sectores del movimiento insurgente más proclives a sellar un pacto), no vacilará en asestarle la puntilla a Hamid Karzai, lo que encajaría, además, dentro de la lógica ya previamente aplicada en Irak y en Pakistán.

Hasta aquí los paralelismos históricos más relevantes que pretendía trazar. No deseo concluir esta reflexión, no obstante, sin referirme a los testimonios directos de dos militares, el uno soviético y el otro estadounidense, que, en el intervalo de veinte años, reflejaron lo que para ellos supuso su experiencia personal en el campo de batalla de Afganistán:

“Cae la noche sobre el agreste y árido paisaje ribeteado por colosales macizos montañosos, y las sombras se ciernen amenazantes sobre la base en la que debemos permanecer recluidos y en estado de máxima alerta. Ayer, nos visitaron sigilosos y escurridizos, como siempre, los “bandidos”. Cuatro de sus proyectiles estallaron en mitad de la base y sus aledaños, e inmediatamente se desencadenó un furioso tiroteo a ciegas, contra un enemigo invisible, con la estela fugaz de las balas trazadoras rasgando el velo negro del cielo. Tres de nuestros muchachos resultaron heridos. En cuanto a ellos, ignoramos si les hemos ocasionado alguna baja. Hoy, al amanecer, organizamos una patrulla de rastreo, pero no hemos detectado el más mínimo signo de su presencia. ¿Dónde demonios se esconden? La aldea enclavada al pie de las montañas continúa aparentemente desierta y carente de actividad. Aún así, hemos ordenado bombardearla a conciencia por segunda vez en los últimos quince días. Nuestros cañones, morteros y helicópteros artillados han machacado el terreno durante más de una hora.”

TENIENTE SERGEI TREPTYAK

116ª Brigada Paracaidista del Ejército Soviético

Afganistán, 1986

“Hoy, hemos regresado a la aldea después de que nuestros servicios de Inteligencia nos hubieran alertado de actividad sospechosa en la zona. Al principio, reinaba una inmensa tranquilidad. Sin embargo, en cuanto hemos desmontado de nuestros vehículos blindados de transporte, han comenzado a dispararnos. Una gran confusión se ha adueñado de los muchachos. Oficialmente, hemos limpiado ese lugar de “terroristas” cinco veces en los dos últimos meses. Nos hemos parapetado detrás de la tapia de arcilla que se alza en los lindes de la aldea. Las balas silban por encima de nuestras cabezas. Nadie sabe ni de dónde salen ni cuántos son estos malditos perros. Sólo sabemos que siempre vuelven, que nos acechan constantemente y tenemos la impresión de que aunque arrasáramos este país de mierda lanzando una bomba de neutrones, alguno permanecería agazapado a la espera de que asomemos la cabeza para volárnosla.”

TENIENTE HAROLD B. MARTINS

82ª División de Infantería de los Estados Unidos

Afganistán, 2006



(Texto basado en la charla que se impartió en la Casa de Cultura de Barañáin, el pasado 26 de noviembre, bajo el título: "Afganistán, una guerra sin sentido")

¡VIVA LA REPÚBLICA!

Bienvenidos, damas y caballeros, ciudadanos todos, a la Gran Fiesta de la Historia Moderna y Contemporánea. El ala occidental de la imponente mansión ancestral propiedad de la dinastía de la Familia Siglos, y que en la actualidad regenta su heredero número Veintiuno, acogerá un año más este fastuoso evento. Bastante ha llovido ya desde aquella primera edición, cuando uno de los antepasados más célebres de esta saga centenaria, el Señor Siglo Dieciocho, alumbró la idea de organizar un acto conmemorativo para celebrar el enlace con una joven hermosa y lozana procedente de Francia, llamada Revolución.

Dos alfombras, una de color azul y otra de color rojo, conducirán a los invitados hasta el interior de la impresionante residencia palaciega, ante la atenta mirada del numeroso público y de la legión de compañeros periodistas que montan guardia desde muy temprano. Tal y como manda la tradición, primero realizarán el correspondiente paseíllo aquellas personalidades a las que se ha asignado la alfombra azul y…

¡Atención! Crece la expectación y los murmullos se tornan exclamaciones, y allá a lo lejos me parece divisar, en mitad de la espesa niebla que cubre la noche y la tormenta terrible que cae sobre la parte derecha del camino… ¡Sí! ¡Efectivamente! Se trata de un majestuoso carruaje del que tiran dos corceles negros… Rodea al carruaje un espectacular dispositivo de seguridad de policías y militares a bordo de sus furgonetas y de sus vehículos blindados. La gente enmudece, conteniendo la respiración, mientras varios helicópteros de vigilancia sobrevuelan por encima de nuestras cabezas, deslumbrándonos con sus potentes y penetrantes focos…

El carruaje se detiene y de él desciende Doña Monarquía. Luce, como ya es habitual, la tiara de piedras preciosas que heredó de sus tatarabuelos y se ha teñido el cabello para disimular las canas. Incluso desde aquí, en la distancia, resulta evidente la generosa capa de maquillaje y de polvos blancos que se ha aplicado en el rostro, en un vano esfuerzo por ocultarnos las profundas arrugas que lo surcan. Sonríe a los presentes y asoma su boca desdentada. Resaltan sobremanera las joyas con las que se ha engalanado para la ocasión: un collar de perlas, pulseras de oro, anillos con incrustaciones de diamante… En fin, un surtido de lo más ostentoso… Ahora, Doña Monarquía saluda con mano temblorosa (enfundada en un guante de terciopelo blanco), a la multitud, que la contempla con mirada de fascinación arrobada, y posa para los reporteros gráficos… Lleva puesto el sempiterno vestido de gala rojo y gualda, en el que, a pesar del tiempo transcurrido, aún se le aprecia el águila imperial sosteniendo entre sus garras el yugo y las flechas…

Para agasajar a Doña Monarquía a su llegada acuden raudos y veloces los opulentos banqueros, los acaudalados empresarios, los bien cebados aristócratas, los lascivos obispos y los enhiestos generales del Ejército y de la Seguridad del Estado, que la obsequian con toda clase de reverencias y parabienes. Asimismo, le acompañan en su travesía por la alfombra azul la pareja que forman la aburguesada Señorita Democracia (de la que últimamente se ha rumoreado que flirtea seriamente con Bipartidismo), y el elegante e ilustre Estado de Derecho, que porta unas esposas en una mano y una porra en la otra, y al que rodea un nutrido enjambre de jueces-estrella. A lo largo de la tarde, se ha confirmado la noticia de que la Señora Constitución no podrá asistir, ya que se encuentra todavía convaleciente de la última grave vulneración que ha sufrido a manos de los poderes públicos…

Se escucha ahora, por el lado izquierdo del camino, donde la espesa niebla se ha disipado y la terrible tormenta ha amainado por completo, el leve rumor de un motor suave que se aproxima lentamente. Las cabezas se giran proyectando un gesto de ilusión y a Doña Monarquía se le tuerce el rictus cuando observa la llegada, a la altura de la alfombra roja, de la flamante limusina que transporta a la Señorita República y a sus inseparables amigas Libertad, Igualdad y Fraternidad… ¡Ahí la tienen! Con sonrisa esplendorosa, su melena al viento, sus ojos puros y cristalinos, su radiante rostro mostrándose jovial al pueblo entusiasmado. Ataviada con un magnífico vestido tricolor, reparte besos por doquier, y prodiga un cariño especial a otras invitadas e invitados ilustres a esta fiesta, como Democracia Participativa, Laicidad, Memoria Histórica, Derecho de Autodeterminación y Federalismo. Todos y todas se intercambian efusivos abrazos y Siglo Veintiuno en persona se acerca para recibirles. Los flashes de las cámaras se disparan de manera febril. Se escucha a Siglo Veintiuno que le comenta a la Señorita República: “Está muy guapa, como siempre. Es un auténtico honor tenerla en mi casa.” Ella se ruboriza ligeramente, entorna los párpados y acierta a responder: “Bueno, en realidad hace mucho tiempo que estaba deseando regresar por aquí… Me alegra enormemente que me hayáis llamado.” Recorren juntos, del brazo, la alfombra roja. Alguien, al fondo grita: “¡Viva la República!” Y un coro de voces replica al unísono: “¡Viva!”

MARXIANO

domingo, 1 de noviembre de 2009

UNO



Caminaba cabizbajo, como embistiendo al fuerte viento que soplaba contra su rostro, y apretando el paso a medida que el goteo de la lluvia adquiría cada vez más intensidad. En un vano intento por protegerse de las violentas ráfagas frías de aire, se aventuró a sacar las manos de los bolsillos y a alzar sobre sus mejillas el cuello de su largo abrigo gris oscuro. A unos doscientos metros, en un recodo de aquella avenida pavimentada para el tránsito de peatones, acertó a divisar unos vetustos soportales, y hacia ellos se encaminó con la intención de buscar refugio ante lo que se avecinaba. No solía utilizar paraguas, aunque en ciertas ocasiones (y aquella mostraba visos de convertirse en una de ellas), lamentaba profundamente esa manía particular de afrontar el invierno (una estación por lo general inclemente y nada benigna por estas latitudes), sin esa elemental medida de precaución. En cuanto alcanzó los soportales, se estremeció ligeramente y por fin logró alzar la cabeza, al tiempo que se frotaba las palmas para reanimarlas un poco. Contempló entonces el horizonte urbano que se extendía delante suyo, cuajado aquí y allá, esporádicamente, de personas que caminaban tan presurosas como él hacía un momento… aunque con la única salvedad de que esas personas sí que portaban paraguas, si bien porfiaban constantemente con ellos a fin de impedir que el viento los dejara inservibles.

Fluyeron entonces a su mente todos aquellos pensamientos que llevaba días arrinconando con ahínco en alguna remota e insondable oquedad de su memoria, pero que, a pesar de sus denodados esfuerzos, habían permanecido latentes, pugnando por aflorar a la superficie, al parecer con más empecinamiento del que él había invertido en soterrarlos. Esto provocó que se sintiera realmente abatido. Había transcurrido ya una semana desde que regresara de la capital, derrotado y hastiado, mas aún no tenía muy claro el porqué, ni tampoco para qué. Todo lo que él había sido y había vivido había quedado despojado del menor sentido, y ahora, cuando superaba la barrera de los cuarenta, debía admitir su error… o tal vez no. Tal vez sólo el destino le había infligido un tremendo batacazo de mala suerte, pero un batacazo normal, habitual, al fin y al cabo, un batacazo como tantos otros que se ceban a diario con otros muchos como él. Había sido testigo numerosas veces de cómo la diosa fortuna daba súbitamente la espalda a otros… Pero eran otros, no él. Y se sentía más que dolido, desorientado. No se había repuesto del primer revés, cuando ¡zas!, le sacudieron con un segundo, y mientras se revolcaba en la lona, como el púgil al que han propinado un derechazo en el estómago inmediatamente antes de asestarle otro en la mandíbula, cuando recibió aquella llamada tétrica de su hermana comunicándole que su padre se encontraba muy grave, agonizando en el hospital, que si podía acudir lo más rápidamente posible, antes de que se consumara el fatal desenlace que los médicos habían previsto.

Por supuesto que podía… Ya nada le retenía en la capital. Su socio, su “amigo del alma”, ese en el que había confiado ciegamente, se había aprovechado de su mayúscula candidez (más bien, de su supina estupidez), y se las había apañado para arrebatarle su parte del negocio, y también a su esposa (una víbora a la que había entregado su corazón y su alma, y que le había pagado desterrándole de casa, actuando como si se desprendiera de una mota de barro adosada a uno de sus carísimos zapatos de tacón de aguja)… Nada le quedaba de los buenos tiempos de cócteles de etiqueta codeándose con lo más granado de la sociedad del país, de su espíritu de tiburón de los juzgados… o al menos eso se pensaba él. En realidad, no había sido más que un simple pececillo de provincias a quien los auténticos tiburones habían acabado por devorar… Así que por supuesto que podía presentarse raudo para asistir a las últimas horas del hombre a quien más había aborrecido en su vida. El problema que se le había planteado era más bien: ¿quería? La respuesta obvia a esta pregunta caía por su propio peso: en nada le apetecía regresar, exhibiendo su fracaso monumental; un fracaso en el que muy probablemente su padre se regodearía, porque, en definitiva, él había encarnado todo cuanto su padre (y con él, también su madre), había combatido con la saña de un cruzado medieval a lo largo de toda su existencia. Y no deseaba ni lo más mínimo darle al “viejo” la satisfacción de contemplar cómo uno de los exponentes de sus más acérrimos enemigos, su propio hijo, había mordido el polvo y certificado que todas aquellas monsergas con las que de niño le azuzaba pertinazmente, todos aquellos alegatos sobre Marx, Engels, Lenin y el colapso del capitalismo se habían hecho realidad en la carne de su carne.

Sin embargo, en un arrebato de lucidez (o, más posiblemente, de terrible insensatez fruto del tremendo desasosiego que le invadía), había comprendido que, al menos en este punto, no debía claudicar. Debía volver para restregarle a su padre el hecho de que, en el fondo, eran sus monsergas y sus alegatos los que, una vez más, habían sido vencidos, doblegados y aplastados. Que su hijo representaba, en verdad, el triunfo de las ideas del individualismo, del poder del dinero, de la codicia y de las ganancias superlativas sobre los pusilánimes que se niegan a reconocer su hegemonía avasalladora y total. Como le había ocurrido a él varias décadas atrás, el vástago indomable que renegó de él y de sus insensatos postulados retornaba ahora para mostrarle cuán fuera de lugar se situaban sus sueños de revolución, de justicia, de igualdad y de solidaridad. Ese mismo vástago al que tanto le amargaba abrigar siquiera la noción de que la concatenación de desgracias que le habían sucedido procedían, en última instancia, del hecho de que, aunque no se lo hubiera planteado ni tampoco querido reconocer hasta hoy, sus progenitores le hubieran impregnado en su infancia y adolescencia de unas leves dosis de conciencia, de bondad, de humanidad… Y por eso, por culpa de eso, se encontraba en la situación en la que se encontraba: perdido, desolado, humillado y desprovisto tanto de presente como de futuro.

Sin embargo, mientras se afanaba en estas deliberaciones interiores se demoró lo suficiente como para no llegar a tiempo más que a la incineración solemne de los restos mortales de su padre, asistiendo a la ceremonia imbuido de una sensación de ofuscamiento e irrealidad similar a la que se adueña de alguien que se halla bajo los efectos del alcohol o de las drogas. Había relegado los sentimientos a un ostracismo recóndito, los había anestesiado de tal manera que transmitía una imagen que basculaba entre la desidia y la más completa indiferencia, lo cual, su hermana, enrabietada en grado sumo, no dudó en reprocharle delante de todo el mundo, rematando su verborrea colérica con una sonora bofetada antes de salir corriendo con sus ojos anegados de lágrimas y el gesto crispado. Jaime no había reaccionado entonces, y había continuado sin reaccionar, impertérrito, hasta ahora, cuando resguardado bajo los soportales de la tormenta que por momentos arreciaba, había incurrido en un flagrante descuido de su subconsciente, permitiendo que brotaran a la superficie algunos de los demonios que le acechaban desde las profundidades de sus entrañas.

Mientras esto sucedía, notó que flaqueaba a ritmo acelerado y que el peso de su armazón corporal se tornaba dramáticamente insoportable. Algo por dentro le impulsaba con un énfasis creciente a exhalar un grito, un aullido estridente repleto de desesperación y cólera, como el del guerrero herido que, perdida la batalla, contempla la aniquilación de sus camaradas caídos, y así desahogarse en parte de aquella carga que le oprimía el pecho. Una brusca sacudida, no obstante, le devolvió la conciencia, percatándose de que a su vera se arracimaban grupos de gente que, al igual que él, aguardaban (en algunos casos, con la inquietud de quienes aún afrontan objetivos por completar durante la jornada, y, en otros, con la serenidad de quienes su agenda no les dicta más que disfrutar del momento pacientemente), a que el viento y la lluvia escampasen un poco.
Jaime observó con atención los rostros que le circundaban. Prácticamente los escudriñó, su análisis imitando al de un forense a la hora de diseccionar un cadáver. La mayoría de ellos emanaban fastidio o contrariedad, unos cuantos desidia, e incluso detectó un puñado de rostros bucólicos, ensoñadores y hasta una minoría que reflejaban entusiasmo y jovialidad. Llegó a examinarlos con una intensidad y una atención de tal calibre que, al cabo de unos escasos segundos, creyó percibir que bastaba con escarbar ligeramente en la capa facial y vislumbrar, bajo esa apariencia externa (incluso la de esas personas que exhibían una mueca más risueña), un poso de amargura, desencanto y frustración sólidamente arraigado. Un poso cuyas ramificaciones bien podían rastrearse hasta lo más hondo del corazón y del alma. De modo que, dedujo Jaime ufanándose en su recién descubierta perspicacia, todas estas personas se parecen a mí, son como barcos a la deriva, sin rumbo, aunque se consideren felices, aunque pretendan revestirse de ropajes de dignidad. Tarde o temprano sobre ellos también se abatirá, inexorable, el mazazo de los hados y, cuando esto acontezca, se percatarán de su fragilidad extrema y de la futilidad de los negocios y asuntos que actualmente les ocupan y les preocupan.

Mientras recorrían penetrantes el enjambre de facciones que allí pululaba, los ojos de Jaime se tropezaron de sopetón con los de una niña que le miraba inquisitorial abrazada a la pantorrilla izquierda de su madre. Sus pupilas verdes y sus delgados labios apretados parecían proclamar que poseía pleno conocimiento de las cavilaciones que surcaban el cerebro de Jaime, al tiempo que sugerían algún tipo de reproche relacionado con los acontecimientos de la última semana y la forma en como él los había afrontado. Mediante un guiño y una leve sonrisa a la que pretendía infundir un resquicio de ternura pero que, en última instancia, tampoco soslayaba la desazón que le embargaba, Jaime pretendió implorarle a la niña que no le delatase, que le guardara el secreto, y que nada le recriminase, por favor. El pasado, al igual que su difunto padre, se había consumado pasto de las llamas de sus errores y de sus ilusiones baldías. Tal vez el tenebroso túnel que ahora atravesaba únicamente representaba una escala en su tránsito hacia un porvenir donde irradiaba una refulgente luz.

La lluvia cesaba en su pertinaz goteo. Jaime se giró y, conmocionado por las nuevas revelaciones que aquel instante le había proporcionado, se alejó de allí a toda prisa.

MARXIANO
Octubre 2009