domingo, 1 de noviembre de 2009

UNO



Caminaba cabizbajo, como embistiendo al fuerte viento que soplaba contra su rostro, y apretando el paso a medida que el goteo de la lluvia adquiría cada vez más intensidad. En un vano intento por protegerse de las violentas ráfagas frías de aire, se aventuró a sacar las manos de los bolsillos y a alzar sobre sus mejillas el cuello de su largo abrigo gris oscuro. A unos doscientos metros, en un recodo de aquella avenida pavimentada para el tránsito de peatones, acertó a divisar unos vetustos soportales, y hacia ellos se encaminó con la intención de buscar refugio ante lo que se avecinaba. No solía utilizar paraguas, aunque en ciertas ocasiones (y aquella mostraba visos de convertirse en una de ellas), lamentaba profundamente esa manía particular de afrontar el invierno (una estación por lo general inclemente y nada benigna por estas latitudes), sin esa elemental medida de precaución. En cuanto alcanzó los soportales, se estremeció ligeramente y por fin logró alzar la cabeza, al tiempo que se frotaba las palmas para reanimarlas un poco. Contempló entonces el horizonte urbano que se extendía delante suyo, cuajado aquí y allá, esporádicamente, de personas que caminaban tan presurosas como él hacía un momento… aunque con la única salvedad de que esas personas sí que portaban paraguas, si bien porfiaban constantemente con ellos a fin de impedir que el viento los dejara inservibles.

Fluyeron entonces a su mente todos aquellos pensamientos que llevaba días arrinconando con ahínco en alguna remota e insondable oquedad de su memoria, pero que, a pesar de sus denodados esfuerzos, habían permanecido latentes, pugnando por aflorar a la superficie, al parecer con más empecinamiento del que él había invertido en soterrarlos. Esto provocó que se sintiera realmente abatido. Había transcurrido ya una semana desde que regresara de la capital, derrotado y hastiado, mas aún no tenía muy claro el porqué, ni tampoco para qué. Todo lo que él había sido y había vivido había quedado despojado del menor sentido, y ahora, cuando superaba la barrera de los cuarenta, debía admitir su error… o tal vez no. Tal vez sólo el destino le había infligido un tremendo batacazo de mala suerte, pero un batacazo normal, habitual, al fin y al cabo, un batacazo como tantos otros que se ceban a diario con otros muchos como él. Había sido testigo numerosas veces de cómo la diosa fortuna daba súbitamente la espalda a otros… Pero eran otros, no él. Y se sentía más que dolido, desorientado. No se había repuesto del primer revés, cuando ¡zas!, le sacudieron con un segundo, y mientras se revolcaba en la lona, como el púgil al que han propinado un derechazo en el estómago inmediatamente antes de asestarle otro en la mandíbula, cuando recibió aquella llamada tétrica de su hermana comunicándole que su padre se encontraba muy grave, agonizando en el hospital, que si podía acudir lo más rápidamente posible, antes de que se consumara el fatal desenlace que los médicos habían previsto.

Por supuesto que podía… Ya nada le retenía en la capital. Su socio, su “amigo del alma”, ese en el que había confiado ciegamente, se había aprovechado de su mayúscula candidez (más bien, de su supina estupidez), y se las había apañado para arrebatarle su parte del negocio, y también a su esposa (una víbora a la que había entregado su corazón y su alma, y que le había pagado desterrándole de casa, actuando como si se desprendiera de una mota de barro adosada a uno de sus carísimos zapatos de tacón de aguja)… Nada le quedaba de los buenos tiempos de cócteles de etiqueta codeándose con lo más granado de la sociedad del país, de su espíritu de tiburón de los juzgados… o al menos eso se pensaba él. En realidad, no había sido más que un simple pececillo de provincias a quien los auténticos tiburones habían acabado por devorar… Así que por supuesto que podía presentarse raudo para asistir a las últimas horas del hombre a quien más había aborrecido en su vida. El problema que se le había planteado era más bien: ¿quería? La respuesta obvia a esta pregunta caía por su propio peso: en nada le apetecía regresar, exhibiendo su fracaso monumental; un fracaso en el que muy probablemente su padre se regodearía, porque, en definitiva, él había encarnado todo cuanto su padre (y con él, también su madre), había combatido con la saña de un cruzado medieval a lo largo de toda su existencia. Y no deseaba ni lo más mínimo darle al “viejo” la satisfacción de contemplar cómo uno de los exponentes de sus más acérrimos enemigos, su propio hijo, había mordido el polvo y certificado que todas aquellas monsergas con las que de niño le azuzaba pertinazmente, todos aquellos alegatos sobre Marx, Engels, Lenin y el colapso del capitalismo se habían hecho realidad en la carne de su carne.

Sin embargo, en un arrebato de lucidez (o, más posiblemente, de terrible insensatez fruto del tremendo desasosiego que le invadía), había comprendido que, al menos en este punto, no debía claudicar. Debía volver para restregarle a su padre el hecho de que, en el fondo, eran sus monsergas y sus alegatos los que, una vez más, habían sido vencidos, doblegados y aplastados. Que su hijo representaba, en verdad, el triunfo de las ideas del individualismo, del poder del dinero, de la codicia y de las ganancias superlativas sobre los pusilánimes que se niegan a reconocer su hegemonía avasalladora y total. Como le había ocurrido a él varias décadas atrás, el vástago indomable que renegó de él y de sus insensatos postulados retornaba ahora para mostrarle cuán fuera de lugar se situaban sus sueños de revolución, de justicia, de igualdad y de solidaridad. Ese mismo vástago al que tanto le amargaba abrigar siquiera la noción de que la concatenación de desgracias que le habían sucedido procedían, en última instancia, del hecho de que, aunque no se lo hubiera planteado ni tampoco querido reconocer hasta hoy, sus progenitores le hubieran impregnado en su infancia y adolescencia de unas leves dosis de conciencia, de bondad, de humanidad… Y por eso, por culpa de eso, se encontraba en la situación en la que se encontraba: perdido, desolado, humillado y desprovisto tanto de presente como de futuro.

Sin embargo, mientras se afanaba en estas deliberaciones interiores se demoró lo suficiente como para no llegar a tiempo más que a la incineración solemne de los restos mortales de su padre, asistiendo a la ceremonia imbuido de una sensación de ofuscamiento e irrealidad similar a la que se adueña de alguien que se halla bajo los efectos del alcohol o de las drogas. Había relegado los sentimientos a un ostracismo recóndito, los había anestesiado de tal manera que transmitía una imagen que basculaba entre la desidia y la más completa indiferencia, lo cual, su hermana, enrabietada en grado sumo, no dudó en reprocharle delante de todo el mundo, rematando su verborrea colérica con una sonora bofetada antes de salir corriendo con sus ojos anegados de lágrimas y el gesto crispado. Jaime no había reaccionado entonces, y había continuado sin reaccionar, impertérrito, hasta ahora, cuando resguardado bajo los soportales de la tormenta que por momentos arreciaba, había incurrido en un flagrante descuido de su subconsciente, permitiendo que brotaran a la superficie algunos de los demonios que le acechaban desde las profundidades de sus entrañas.

Mientras esto sucedía, notó que flaqueaba a ritmo acelerado y que el peso de su armazón corporal se tornaba dramáticamente insoportable. Algo por dentro le impulsaba con un énfasis creciente a exhalar un grito, un aullido estridente repleto de desesperación y cólera, como el del guerrero herido que, perdida la batalla, contempla la aniquilación de sus camaradas caídos, y así desahogarse en parte de aquella carga que le oprimía el pecho. Una brusca sacudida, no obstante, le devolvió la conciencia, percatándose de que a su vera se arracimaban grupos de gente que, al igual que él, aguardaban (en algunos casos, con la inquietud de quienes aún afrontan objetivos por completar durante la jornada, y, en otros, con la serenidad de quienes su agenda no les dicta más que disfrutar del momento pacientemente), a que el viento y la lluvia escampasen un poco.
Jaime observó con atención los rostros que le circundaban. Prácticamente los escudriñó, su análisis imitando al de un forense a la hora de diseccionar un cadáver. La mayoría de ellos emanaban fastidio o contrariedad, unos cuantos desidia, e incluso detectó un puñado de rostros bucólicos, ensoñadores y hasta una minoría que reflejaban entusiasmo y jovialidad. Llegó a examinarlos con una intensidad y una atención de tal calibre que, al cabo de unos escasos segundos, creyó percibir que bastaba con escarbar ligeramente en la capa facial y vislumbrar, bajo esa apariencia externa (incluso la de esas personas que exhibían una mueca más risueña), un poso de amargura, desencanto y frustración sólidamente arraigado. Un poso cuyas ramificaciones bien podían rastrearse hasta lo más hondo del corazón y del alma. De modo que, dedujo Jaime ufanándose en su recién descubierta perspicacia, todas estas personas se parecen a mí, son como barcos a la deriva, sin rumbo, aunque se consideren felices, aunque pretendan revestirse de ropajes de dignidad. Tarde o temprano sobre ellos también se abatirá, inexorable, el mazazo de los hados y, cuando esto acontezca, se percatarán de su fragilidad extrema y de la futilidad de los negocios y asuntos que actualmente les ocupan y les preocupan.

Mientras recorrían penetrantes el enjambre de facciones que allí pululaba, los ojos de Jaime se tropezaron de sopetón con los de una niña que le miraba inquisitorial abrazada a la pantorrilla izquierda de su madre. Sus pupilas verdes y sus delgados labios apretados parecían proclamar que poseía pleno conocimiento de las cavilaciones que surcaban el cerebro de Jaime, al tiempo que sugerían algún tipo de reproche relacionado con los acontecimientos de la última semana y la forma en como él los había afrontado. Mediante un guiño y una leve sonrisa a la que pretendía infundir un resquicio de ternura pero que, en última instancia, tampoco soslayaba la desazón que le embargaba, Jaime pretendió implorarle a la niña que no le delatase, que le guardara el secreto, y que nada le recriminase, por favor. El pasado, al igual que su difunto padre, se había consumado pasto de las llamas de sus errores y de sus ilusiones baldías. Tal vez el tenebroso túnel que ahora atravesaba únicamente representaba una escala en su tránsito hacia un porvenir donde irradiaba una refulgente luz.

La lluvia cesaba en su pertinaz goteo. Jaime se giró y, conmocionado por las nuevas revelaciones que aquel instante le había proporcionado, se alejó de allí a toda prisa.

MARXIANO
Octubre 2009